España
El poeta
Así era y así es. Escribe por las mañanas en un bar de sotanillo, bajo el oleaje oscuro de los camiones, escribe para convencerse o convencernos de que existe, cuando él existe tanto, cómo existe Pepe entre los demás, cómo existe aunque calle, cómo está cuando no está, qué jaleo de vino, versos, tacos, erudiciones y pecados deja su ausencia. Pero hay cosas que decir, cosas que pasan, y él es consciente de que las dice menos que antes, se siente culpable de no decirlas. Cuando la adolescencia fue una cárcel y la libertad una huida, siempre queda el vino malo de no haber dicho bastante, de que ahora otros crecen en la guerra para nada, huyen hacia los cementerios, muertos espontáneos.
¿De qué huye José Hierro? La gran ciudad es más ciudad cuando tiene a su poeta genial escribiendo en un barecillo de sótano, haciendo versos sobre un friso de pies que llevan el día a su éxtasis mediocre. Verlaine de tabaco negro, Juan Ramón de pan y queso, Rimbaud de orujo proletario. No es un poeta maldito. Es un bendito poeta en cuyo bigote de jubilado se acantila la espuma de una cerveza que no ha bebido. Pero el maldito está en los ojos, pequeñas hojas de oro, puntas de demonio de las afueras, su eterna prisa en alpargatas. ¿De qué huye José Hierro? Son las alpargatas las que tienen prisa.
Acacias de un oro pobre, hojas de acacia sus pequeños y vivísimos ojos, y un humor exquisito, de payaso dandy, de dandy con contrato/basura, como cuando hacía el pino en la redacción, cabeza abajo, antes de empezar la jornada. No sabemos nada de José Hierro, salvo la música, esa música como de un miliciano inspirado tocando en pianos de palacio en llamas. Todo lo que ha dicho asonante, que no es decirlo a medias ni callarlo, sino sugerirlo y dolerlo. El verso calla y la música sigue. Quién ha tenido música tan propia desde Rubén, quién ha tenido tan insistente piano vertical de pobre para contar una generación, quinta del 42, sujetando el dolor con una mano en el pecho y escribiendo con la otra.
Amamos a José Hierro, íntimo Pepe sin intimidad, que lleva la alegría como airón de su casco prusiano, esa alegría macho y estival que reparte en la copa de sus manos o en el cáliz latonero y purísimo de la fiesta. «Subía entonces a tu casa / la juventud...»
Quienes no bebemos en su copa, quienes no metemos la mano en su plato, en su llaga, jamás sabremos quién es Pepe Hierro. Mucho llamarle Pepe, pero siento que estoy viviendo con el poeta de mi tiempo (siempre lo supe) y se me escapa. Exiliado de un mar que tampoco era el suyo, a veces pasa el Cantábrico por su mirada. Cada vez es más música y menos voz. Cada día es más embriaguez y menos vino. Hierro es una genialidad de chinchón, humo áspero y verso de oro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario